La cocina rusa

Intervención de Jonás Chaia de Bellis en ocasión de la presentación de "El ojo ruso. Intelectuales, arte y política en los márgenes de la modernidad" en el Instituto de Investigaciones Gino Germani.

Jonás Chaia De Bellis

9/23/202310 min leer

En primer lugar, quiero agradecer a Leo Eiff por invitarme a comentar su nuevo libro. Y me pone muy contento presentar este libro en particular, y no otro de los tantos que publicó, porque con Leo nos hicimos amigos hace ya más de veinte años, cuando participábamos juntos en un espacio de lo que podría denominarse como “izquierda nacional”, de modo tal que ya habitábamos la zona arqueológica que delimita este libro.

Y digo a propósito “zona arqueológica” porque aquello que piensa Leo en este libro no es solamente el siglo soviético sino también las épocas que lo precedieron; pero además piensa el significado que adquieren hoy las ruinas provenientes de esas épocas. En sus propias palabras, se pregunta “¿cómo una época se infiltra en otra? ¿Cómo ver las hendiduras que conserva un período a todas luces clausurado? Son las preguntas de los sujetos anacrónicos, de los pescadores de perlas”. Y en otro lugar nos habla de las “reliquias que buscan ser redimidas ¿Pero hay lugar para redimir los mosaicos del socialismo perdido? ¿Pueden desincrustarse y rescatarse del derruido muro totalitario?”.

Y lo que más me interpela del modo en que Leo piensa las experiencias culturales del siglo XX -y que me imagino que interpelará del mismo modo a cualquiera cuya melancolía remita a modelos, no exclusiva ni necesariamente propios de la democracia de masas, sino particularmente a cualquier experiencia ocurrida durante los Treinta Gloriosos en Occidente- es ¿cuánto de los mundos anteriores perdura hoy? ¿qué es lo que perdura? ¿cuán separada está nuestra época de las anteriores, y en caso de no estar separada, pues cuánta energía conservan las ideologías, los símbolos y los objetos provenientes de épocas pasadas? y me estoy refiriendo a una energía explicativa y a una energía movilizatoria.

En el libro de Leo se revisan desde los tractores, las cajitas de cigarrillos y los tamaños de las cocinas rusas, hasta los planes de colectivización rural y los campos de trabajo forzado, pasando por el formalismo, el realismo, el constructivismo y todas las vanguardias. Como cuando los arqueólogos descubren una antigua metrópolis, Leo nos va develando sus monumentos, sus utensilios, sus textos, sus ritos. Pero esta es una metrópolis diferente, no es como el descubrimiento de Luxor, ya que en este caso existen intelectuales y dirigentes políticos que hoy mismo afirman ser ciudadanos de esa metrópolis en ruinas, de modo tal que si además de edificios, cuadros y novelas, deambulan entre nosotros seres “desincrustados del mosaico totalitario”, pues la tarea que se propone Leo en este libro no sólo es arqueológico-política sino también psicológica.

A grandes rasgos parecería haber dos formas contrapuestas de pensar nuestra relación con el mundo soviético y su presencia o persistencia actual. Una es la de la ruptura absoluta, la cosmovisión que Leo llama liberal, que rechaza a la URSS en su totalidad por haber sido totalitaria, valga la aliteración. Y en este rechazo, dice Leo, perdemos toda una civilización: se pierden las vanguardias, se pierde la cultura popular, y se pierde toda una serie de críticas no liberales que Leo va presentando a lo largo de este inagotable libro: la crítica epistemológica de Kagarlitsky y Medvedev, la crítica neoclásica de Lange, la crítica “costumbrista” de Fitzpatrick, la crítica moral de Herzen, la crítica libertaria de Serge, la crítica política de Trotsky, la crítica cristiana de Solzhenitsyn, y hasta la crítica liberal de Arendt, que justamente no es presentada por Leo como crítica liberal sino como crítica leninista al estalinismo (la tesis de Arendt según la cual Lenin, mediante la NEP, quería re-estratificar la sociedad rusa, no con base en las clases sino en las profesiones, en las nacionalidades y en otras diferenciaciones sociales, mientras que Stalin liquidó la NEP, masificó, desclasó y lumpenizó como base para implantar el totalitarismo).

La otra forma de pensar la persistencia soviética, tan irónica como su inspiración kojèviana, es la hipótesis de la continuidad absoluta de Boris Groys. El capitalismo es explotación en el medio económico y crítica en el medio discursivo, medio dominado por los sofistas, los fanáticos del Partido del SÍ y los fanáticos del Partido del NO. Pero el comunismo unifica el medio, de modo tal que el poder y su crítica coexisten como paradoja estatal. El comunismo es utopía y antiutopía a la vez, paraíso e infierno, y la posthistoria que abre el comunismo incluye, como paradoja, su modulación capitalista. Haya propiedad privada o colectiva, el orden es ahora artificial y la naturaleza ha quedado para siempre en la prehistoria y en la historia.

Ahora bien: si hay ruptura, la caída de la URSS implicó, como dice Leo, “el reingreso de Rusia en el reino de la historia”. Para mí hay un símbolo muy particular que aparece en el reingreso de Rusia en la historia en 1990 y aparece también en su reciente salida de Occidente, el año pasado, cuando comenzó la guerra contra Ucrania. Me refiero a las inmensas filas en para entrar al primer McDonald’s en territorio soviético en la Plaza Pushkin de Moscú en 1990, y a las inmensas filas para comer en los últimos McDonald’s de Rusia tras el anuncio del cierre de sus 850 sucursales, luego del inicio de la guerra en 2022. A la Historia y a Occidente se entra y se sale a través de los Arcos Dorados. Hay una obra de Alexander Kosolapov del año 2001 que muestra a Cristo junto a la M dorada de McDonald’s diciendo “Este es mi cuerpo”. Y más allá de la blasfemia y la ironía, de cómo el sots art “transforma la utopía colectiva en sueño individual” como dice Groys, me parece que podemos recoger el guante con el que nos abofetea la obra de Kosolapov y preguntarnos, tal vez de un modo un poco rudimentario, si la cultura y por lo tanto el consumo es la superestructura de la infraestructura capitalista, como dice la clásica analogía edilicia, o si en realidad el capitalismo y el consumo son la superestructura de una infraestructura moral, de la libertad, del abismo insondable y solitario en el que cada uno de nosotros debe elegir entre el bien y el mal, y cuyo subproducto cultural, su correlato lejano, es la elección entre Pepsi o Coca-Cola, entre McDonald’s o Burger King.

Spengler decía que “para Dostoievski no había diferencia entre un conservador y un revolucionario [o podríamos decir: entre el Partido del NO y el Partido del SÍ, entre Coca y Pepsi, entre Burger King y McDonald’s], pues ambos son conceptos occidentales. Un alma como la de Dostoievski deja resbalar la vista por encima de todo lo social. Las cosas de este mundo le parecen tan insignificantes que no da valor alguno a su mejoramiento. No hay ninguna religión verdadera que quiera mejorar el mundo de los hechos. Dostoievski, como todo ruso que lo es profundamente, no advierte los hechos, que viven en otra dimensión metafísica, allende la primera ¿Qué relación puede tener con el comunismo la tortura de un alma? El verdadero ruso es un trozo de Dostoievski”… Un paréntesis: creo que aquí es dónde y cómo podríamos leer la obra de Platonov, Moscú Feliz, por ejemplo.

Pero parafraseando a Thierry Maulnier, sobre quien también discutíamos hace décadas con Leo, todo el edificio soviético se montó sobre la trampa del deductivismo: si comenzamos la desagregación analítica por un McDonald’s, entonces obviamente vamos a llegar a la producción de alimentos ¿Pero y si ascendiéramos desde el abismo?… ¿Qué quiero decir con todo esto? que el reino de la historia al que ingresa Rusia, nuestra historia no comunista, podría ser entonces el reino de ese abismo, que es individual porque es moral.

Y digo esto pensando en uno de mis capítulos favoritos del libro llamado Bromas. Allí nos dice Leo que “la quiebra entre la interioridad subjetiva [es decir: la esperanza utópica] y la realidad exterior [es decir: el socialismo real] provoca una discordia entre el Estado y el sujeto que concibe la verdad sólo en sí, y esto abre entonces el tiempo de la comedia al tiempo que cierra el tiempo de la política, pues ya no hay tareas históricas (…) El tema de la comedia es el de la individualidad moral, no el de la comunidad política”.

Esto nos permite pensar que hay dos temporalidades. Una es la propiamente histórica, que es Occidente, la temporalidad de la moral, en la cual el abismo del que hablábamos antes se abre en el oikos. En esa temporalidad habitan personas y surge el reverso de la política: las anekdoty, la burla al poder. La otra es la post-historia comunista, que es la temporalidad del Estado, habitado por pseudo-personas: cuadros partidarios y comisarios políticos, que no pueden reír; o como se dice hoy en las redes: “the Left can’t meme”, la izquierda no puede hacer memes. Planteado en términos peripatéticos, cada temporalidad se apoya en una definición de lo humano particular: el humano es un zoon gelastikon, un animal capaz de reír, o es un zoon politikon. En cualquier caso, una es la temporalidad de la persona, y la otra es la temporalidad del Estado ¿Por qué decíamos que la persona, el individuo moral, surge en el oikos? Porque Leo en dos capítulos geniales, Espacios vitales y Bromas, nos habla de las cocinas en la URSS, nos habla de sus tamaños, sus utensilios y sus electrodomésticos -en la kommunalka y en los monoblocks- y nos habla también del debate entre Khrushchev y Nixon sobre las máquinas lavaplatos, además de presentar, justamente, a la cocina tal vez como el único ámbito en la URSS de despliegue personal, como consecuencia de la inexistencia de bares y de pequeños comercios, y de la vigilancia total de todos los espacios públicos.

Si en la cocina habitaba la persona real… ¿será por eso que Vladimir Tatlin pensó en abandonar el arte y fabricar cacerolas, como nos cuenta Leo en el capítulo Pinceles y productos? En el libro Eiff equipara al “intelectual orgánico” y al “artista organizador”. Ambos van a la búsqueda desesperada de esa entidad abstracta denominada “pueblo” como la materia sobre la que necesitan moldear sus utopías. Y por eso, conociendo la violencia que la utopía descargará sobre él, ese pueblo se les escapa siempre. Nota electoral: cuantos más intelectuales y artistas firmen solicitadas apoyando a un candidato, menos votos obtendrá ese candidato; y, por el contrario y lógicamente, cuánto más odio manifiesten los intelectuales y artistas por un candidato, más votos sacará.

Pero volvamos por un momento a las inmensas filas. Recuerdo que Trotsky decía magistralmente en La revolución traicionada: “La autoridad burocrática tiene como base la pobreza de artículos de consumo y la lucha de todos contra todos que de allí resulta. Cuando la fila para ingresar al almacén ya es demasiado larga, se impone la presencia de un policía. Tal es el punto de partida del poder de la burocracia soviética: ella “sabe” a quién hay que dar, y “sabe” quién tiene que esperar”. Y el libro de Leo analiza minuciosamente los diferentes intentos de explicar el fenómeno burocrático estalinista, y es aquí cuando Eiff nos plantea uno de los interrogantes más poderosos del libro: si el marxismo no pudo explicar el estalinismo… ¿Entonces qué?

Hablamos entonces de la escasez. La escasez, como la finitud, condicionan la existencia humana en la tierra ¿Puede, podría, triunfar un proyecto político que pretenda suprimir la escasez o la finitud? La utopía comunista de la abundancia, del paraíso de leche y miel al que no podíamos acceder por culpa de un simple problema técnico generado por la ineficiencia del mercado, no funcionó. Pero hoy, desde Silicon Valley, la Nueva Moscú, nos prometen la utopía de la inmortalidad, también alcanzable una vez que superemos algunos desperfectos técnicos… Como se preguntaban Los Hermanos Loprette: “¡¿pero esto va a funcionar?!” Sobre algo de esto nos habla Leo en su capítulo Falansterios, cuando plantea, siguiendo a Fischer, que en los rasgos genéricos y universalizantes de los Starbucks y los iPhone hay un deseo reprimido de comunismo; hoy en día hay un leninismo pero sin partido-Estado (desde que Lenin preveía al socialismo en los trusts industriales y financieros, y en la centralización de los servicios públicos y de los bancos). Hoy como ayer, la homogeneización la estarían logrando primero las vanguardias capitalistas.

En el capítulo Objetos y consumos se vuelve sobre esta cuestión: se analiza cómo la URSS en los 60 comienza a adoptar el american way of life y empieza a transformarse en una sociedad de consumo. Este capítulo, otro de mis favoritos, recorre los institutos de “técnica estética”, o de diseño industrial, creados justamente para mejorar la publicidad y el aspecto sombrío de los productos y los supermercados; también recorre los diarios de viajes a la URSS en los que se describen justamente estos supermercados y productos, además de las discusiones sobre la cultura pop, el kitsch, etc. Y me hizo pensar en lo fútil de la crítica al capitalismo, desde que el capitalismo neutraliza la crítica incorporándola a una especie de mercado de consumo de críticas… y cómo la propia URSS tampoco pudo escapar a esta neutralización, porque las elites soviéticas nunca tuvieron claro el “branding” de su modelo, nunca supieron bien qué estaban vendiéndole ni a su población ni a Occidente, porque si el modelo producía supermercados vacíos y existencias grises, el socialismo era peor que el capitalismo, pero si había un colorido consumo y variedad de productos, pues el socialismo era igual que el capitalismo, entonces ¿para qué mataste a todos? Todas las carreras a las que se lanza el comunismo contra Occidente encierran esta paradoja, la paradoja de los “comunistas como norteamericanos un poco más pobres”, como bromeaba Kojève.

Como decía Guillermo Nimo: “perla blanca” para el libro de Leo, un pescador de perlas.

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